EMOCRACIA: CÓMO PERSUADIR A UNA CIUDADANÍA DISTRAÍDA
En esta columna #EnEfecto el cientista político Alonso Matías Pikaia se adentra en el concepto Emocracia para describir las pulsiones emocionales que se han robado el debate presidencial actual.
x Alonso Matías Pikaia
La desconfianza hacia la democracia se ha vuelto una norma: apenas un 53% de latinoamericanos la respalda y a uno de cada cuatro le resulta indiferente vivir en ella o en una dictadura, según el informe Latinobarómetro 2024. En este escenario, las campañas políticas enfrentan un reto mayor: persuadir a una ciudadanía cansada y distraída. Ya no basta con programas ni con ideas sólidas; hoy la batalla se libra en captar unos segundos de atención, y para lograrlo, el camino inevitable son las emociones.
En este contexto adverso surge una pregunta inevitable ¿Cómo organizar la comunicación política? El historiador Niall Ferguson ofrece una clave inquietante: “ya no vivimos en una democracia, sino en una emocracia, en la que las emociones mandan más que las mayorías y los sentimientos cuentan más que la razón”.
Una ciudadanía atravesada por la rabia, la ansiedad y la incertidumbre busca certezas rápidas en medio de la confusión. El experto comunicacional y director de Ideograma Antoni Gutiérrez-Rubí nos advierte: “ignorar los sentimientos es grave, sobreexcitarlos puede ser peligroso”. Y conviene subrayarlo: quien no entiende las emociones no entiende a las personas, y quien no entiende a las personas no puede gobernarlas.
La historia de Adlai Stevenson, dos veces candidato presidencial en EE.UU. (1952 y 1956), lo refleja bien. Fue un brillante orador demócrata, admirado por su inteligencia, pero derrotado en ambas ocasiones. Un seguidor le dijo una vez: “Todas las personas inteligentes estamos con usted”. A lo que Stevenson respondió: “Gracias, pero mi problema es que necesito una mayoría”. La política no premia al más preparado, sino al que logra emocionar y construir una amplia masa de votantes.
La neurociencia confirma este desplazamiento. Drew Westen, profesor de psicología en la Universidad de Emory, lo resumió al afirmar que “el cerebro político es un cerebro emocional”. Pensamos lo que sentimos y no al revés. Por eso cambiar de voto es tan difícil: no es un asunto de argumentos, sino de emociones blindadas.
CHILE, ADOLESCENTE EMO
Si buscamos un laboratorio de la emocracia, Chile es un buen ejemplo. Igual que un adolescente EMO, nuestro país sobrevive deprimido la mayor parte del tiempo, con arrebatos de rabia contenida, como el estallido social, y con euforias desbordadas, como en fiestas patrias. En lo electoral, la metáfora adolescente se vuelve aún más evidente: confronta a la autoridad como un hijo que busca identidad llevándole la contra a sus padres.
Así se vota en Chile desde hace más de 15 años: siempre contra el gobierno, sea cual sea su ideología. Ningún presidente logra continuidad. Lo mismo ocurre con las constituciones: se rechazó la propuesta de Boric y la de Kast. La identidad política nacional parece ser la oposición a todo.
Hace unos días comenzó la franja presidencial, donde quedó claro qué tecla emocional intenta pulsar cada candidato.
Kast juega con el miedo: miedo a la delincuencia, a los migrantes, al colapso económico. Kaiser amplifica esa partitura prometiendo orden a fuerza de violencia. Parisi explota la sensación de postergación: “todos ganan menos yo”, movilizando la rabia contra la burocracia, en una mala imitación de Milei, que ignora que Chile carece de la misma corrupción estructural que Argentina.
MEO cultiva la sospecha: recuerda que la élite política de izquierda y derecha lleva casi cuatro décadas incumpliendo sus promesas. Matthei todavía titubea: dejó atrás la dureza que la acercaba a Kast y ahora intenta ensayar una emoción distinta, apelando a la conciliación y a la unidad nacional, aunque aún no logra convertir ese giro en un relato convincente.
Jara, en cambio, apuesta por la confianza: promete no mentir, busca despertar esperanza y transmitir autenticidad, aunque el clima mediático erosione su relato. Mayne-Nicholls pareciera dejar la mesura y ausencia de conflicto que le funcionó como contraste ante los cruces de los demás candidatos en los debates. Y Artés apela a la mancomunión de un pueblo organizado y movilizado que no existe en el Chile actual.
En tiempos de emocracia, las campañas no se ganan con argumentos, sino transformando incertidumbre en confianza, fragmentación en pertenencia y ruido en claridad. Quien logre esa alquimia no solo conquistará una elección, también la credibilidad de una ciudadanía hambrienta de certezas en un mundo cada día más complejo.
La emocracia no es un recurso retórico, sino la constatación de nuestro tiempo: una época donde la política ya no se decide en el intercambio racional de ideas, sino en la gestión de emociones colectivas. Entenderlo es útil para la ciudadanía, porque permite reconocer cómo se nos persuade, cómo opera la manipulación del miedo o la seducción de la esperanza. Saber que votamos con el corazón antes que con la cabeza no nos vuelve más débiles, sino más conscientes. Y esa conciencia puede ser la diferencia entre dejarnos arrastrar por el impulso o exigir relatos que emocionen sin engañar.