Nacieron en Punta Arenas, pero se consagraron en Valparaíso cuando durante 90 días, tras el megaincendio de 2014, cocinaron en la Toma El Vergel Alto de Cerro La Cruz, donde pobladores y figuras del entretenimiento y la política se sentaron en la misma mesa a comer. Hoy, celebrando diez años y con más de 80 intervenciones en distintas ciudades de Chile y el mundo, La Cocina Pública busca democratizar la comida, resignificar las historias barriales y, sobre todo, remendar el entramado social que la vida moderna descosió.
x Nicolás Urquiza Zurich
Tres hileras de mesas con bancas para más de cien comensales esperan vacías. En la explanada solo se ve un container metálico ambientado de una cocina de madera con dos cacerolas humeantes que revuelve una mujer de avanzada edad y un hombre joven que la asiste. Al frente, un grupo de diez personas se abraza en silencio sin dejar de mirarse. El vapor de sus respiraciones delata al frío. Los platos y los utensilios para comer se apilan junto al pan recién horneado, encurtidos hechos hace dos días, paños rearmados en comunidad y montañas de pebre para acompañar los platos de fondos. La función está por comenzar.
Las decenas de personas que llegaron hasta el Museo Violeta Parra, en la comuna de Santiago, se agrupan detrás de la estructura metálica diseñada para transportar cargas por el mar y susurran esperando en la oscuridad. Cuando una luz ilumina a dos hombres en el techo del container todo se calla.
“Hace muchos miles de años, todos teníamos la misma abuela. ¿Puedes imaginarlo? (…) Ella vivía en una tierra que hoy conocemos como África. De esa tierra nacieron sus hijas, que con el paso del tiempo también fueron abuelas, raíces de una gran familia, una familia de la que todas las personas que estamos presentes aquí, venimos”, le narra uno al otro.
Las diez personas que componen la Compañía Teatro Container, a cargo de La Cocina Pública, corren y extienden un gran paño de telas que simula un mar turbulento mientras los monólogos, que resaltan las raíces que unen a las personas a través de la comida preparada por las abuelas, se escuchan por el altoparlante. Pasaportes, verduras, frutas, ollas y manos forman el plato principal de la función hasta que el primer hombre al que la luz iluminó cae tendido al suelo. Una cocinera sale del container, le extiende un pedazo de pan e invita a todas y todos los asistentes a cenar.
“En la mesa somos todos iguales”, dice Eiliana Iguacil mientras cose un banderín de tela reciclada.
“Yo pensaba que (La Cocina Pública) era algo de política, que había que ser de izquierda para venir. Pero dicen que no. Da curiosidad y un poco de risa también pensar que aquí puede venir un facho y un comunacho a comer porotos granados y da lo mismo”, le responde Nora Salgado mirando fijamente las manos de su compañera de banco.
Eliana y Nora son vecinas, pero sobre todo amigas, desde 2012. Ambas tienen más de 80 años, viven en las Torres de San Borja y comparten actividades diarias, como ir al Club de Adultos Mayores de la zona. Se enteraron de la existencia de La Cocina Pública cuando llegaron al Centro Cultural Gabriela Mistral en el verano del 2024. Y cuando supieron que irían al Museo Violeta Parra para relevar la historia de su barrio, no dudaron en ir juntas.
Así, durante las tres jornadas de talleres y de la gran cena fueron parte del elenco estable de esta compañía teatral itinerante. Y es que La Cocina Pública no solo reúne a través de sus cenas, también sus integrantes realizan cursos de reciclaje textil y de escritura de recetas para revivir las memorias y guías gastronómicas de quienes asisten.
El primer acercamiento de Eliana a la cocina inicia con su mamá. Tenía menos de diez años y le había pedido que encendiera la estufa a leña para después ir a comprar a la tienda de su cuadra.
“¿Y usted por qué no fue a comprar?”, le reprochó su madre.
“Pero no me ha dado plata”, respondió la pequeña. Sin embargo, sí lo había hecho. “No me di cuenta que prendí el fuego con un billete de 20 pesos”, relata riendo.
Sus recuerdos más atesorados en relación a la cocina son cuando le daba de comer a cuatro hijos. Rememora cómo los sentaba en la mesa y les servía con cariño; acto que hoy hace feliz con sus seis nietos. “Acá, en el fondo, es como una familia grande, una familia itinerante que se va moviendo y que va cambiando siempre de integrantes”, afirma.
El inicio de La Cocina Pública tiene origen en el Festival Cielos del Infinito, en Punta Arenas. Unos años antes habían fundado la Compañía Teatro Container, pero no fue hasta enero de 2014 para albergar este evento. Nadie del equipo oriundo de Valparaíso imaginó que con esa misma estructura viajarían por el país y cruzarían las fronteras nacionales hacia distintos continentes.
Mucho menos pensaron que, a mediados de abril del mismo año, cuando habían hecho una Cocina Pública con caldo de pescado en Valparaíso, uno de los incendios urbanos más grandes del país tendría lugar una semana después de su presentación. Según información del gobierno de aquel entonces, más de 12.500 personas quedaron damnificadas y alrededor de 2.900 viviendas fueron destruidas por las llamas.
“Eran nuestros mismos vecinos quienes ya no tenían ollas para cocinar ni cocina donde hacerlo”, explica William ‘Willy’ Ludwig, carpintero y uno de los fundadores de la agrupación. Si bien el Estado les proporcionaba alimentos a quienes resultaron damnificados, no habían utensilios ni implementos suficientes. “Nosotros teníamos todo lo necesario y las ganas de hacerlo, así que nos mantuvimos 90 días cocinándoles a nuestras vecinas y vecinos”.
Una toma cercana al Cerro La Cruz se convirtió en su improvisado comedor público, donde incluso llevaron a figuras de la política y del entretenimiento de la época a sentarse a comer a la misma mesa que sus habitantes. Y su misión no terminó ahí. Apoyaron la reconstrucción de los hogares e incluso levantaron una panadería y crearon el Centro Comunitario Minka, que aún sigue funcionando.
La oscuridad del público cuando actuaban en festivales hace más de diez años los motivó a romper la cuarta pared y comunicarse con quienes veían sus presentaciones. En ese contexto, la comida fue la mejor opción para hacerlo.
A las mesas construidas por La Cocina Pública han llegado políticos, celebridades nacionales como Jorge González y miles de personas a compartir una cena cuyo menú se desconoce hasta el día de su preparación, pues buscan que quienes asisten a sus talleres los días previos elijan qué comer y quién cocinará.
En la más reciente edición en Chile, y para celebrar su primera década en el Museo Violeta Parra, una de las vecinas más queridas, como confirmaron sus asistentes, de las Torres de San Borja cocinó ensalada de porotos calientes, una especie de cazuela con porotos verdes. Muchas personas del barrio ya habían probado sus preparaciones, sobre todo durante durante la pandemia del Covid-19.
Justamente es ese el espíritu que persigue La Cocina Pública en cada lugar al que llega: la convivialidad entre vecinas y vecinos. “Es la capacidad que tenemos los seres humanos de compartir, de colaborar y de estar juntos, juntas. Y consideramos que esa acción debiese ser patrimonio de la humanidad porque esto es un bien que tenemos los seres humanos: acoger al otro aunque no lo conozcamos”, indica Willy. Ese es el efecto que buscan para que las y los asistentes repliquen en sus vidas después de terminada la cena.
¿Cuándo fue la última vez que La Cocina Pública tuvo un efecto en alguien más?
“Recientemente tuvimos un efecto inesperado y grandioso que nos revolucionó a nosotros los espectadores cuando estuvimos en Bello Horizonte (Brasil). Fue como un efecto en cadena. Como siempre, teníamos un micrófono abierto para que se animara quien quisiera cantar y tocar. Un joven tomó su guitarra clásica y se subió. Cuando terminó vino su pareja y le pidió matrimonio. Nunca nos había pasado algo así en diez años”, cuenta Juan Pablo Larenas, integrante del equipo.