Solían verse en las esquinas de calles concurridas, almacenes y estaciones del Metro de Santiago. Pero una mañana, los teléfonos públicos desaparecieron y sus tonos de llamado pararon de sonar. ¿Qué hizo la revolución digital con ellos? Esta es la historia del fin de la telefonía pública en nuestro país, pero también la de chilenos y chilenas que vieron sus vidas cruzadas por ella.
x Constanza Aguilar Albarrán
Como anticipándose a un fin, ese día el cielo santiaguino amaneció nublado. El sol se negó a presenciar la mañana en que los tonos de llamado cesaron de pronto y la conversación de alguien quedó suspendida en el aire, con la palabra a medio decir y la otra mitad aún en la garganta.
Cabe la posibilidad de que el apagado de esos tres botones rojos haya llegado a interrumpir la llamada de alguien a quien esa mañana se le quedó el celular en casa y, con una solitaria moneda que guardaba en el bolsillo, decidió marcar en alguna cabina telefónica al único número que recordaba de memoria.
Pero lo más probable es que nadie haya notado que el jueves 28 de diciembre de 2023, cerca de las 9:15 a.m., se apagaron los teléfonos públicos en Chile y con ello se puso fin a una historia que, en su momento, llegó a revolucionar las comunicaciones nacionales.
—Tres, dos… y se acabó la telefonía pública en Chile —dice el presidente de Movistar, apagando uno a uno los interruptores de la unidad central.
Un silencio se apoderó de la sala.
La máquina jubilada, ubicada en la Central Las Rejas, sostenía las últimas cinco cabinas telefónicas repartidas a nivel nacional y vivió tiempos de gloria el año antes de que se celebrara el nuevo milenio. Llegó a gestionar más de 12.000 teléfonos públicos, y allí también se encontraba el centro de conteo y recaudación.
En el momento en que las monedas chocaron entre sí, se sintió un placer parecido al de romper una alcancía llena. Esos cien pesos que uno esperaba tener la suerte de encontrar al revisar, casi por costumbre, el pequeño espacio donde caía el vuelto del teléfono público, era contado por una máquina llamada “la Titán”.
Cientos de cajas grises se apilaban unas sobre otras en repisas que bordeaban la sala donde se encontraba la Titán, lista y dispuesta para contar eficientemente los montos de su interior. A un costado del aparato, se leía un papel desgastado con las instrucciones para operarla en cinco pasos.
El último conteo de la telefonía pública recaudó $70.800.
Había nostalgia en el ambiente, la solemnidad de estar presenciando un momento histórico. Los pasos de la máxima autoridad de la compañía hacían sonar las piedras que cubrían el patio del lugar, cuando en una esquina vio desplomada la estructura de una cabina telefónica, que señaló y pidió que llevaran al edificio. A los pocos días, fue restaurada e instalada a la salida de Bustamante 10, al costado derecho de la Torre Telefónica.
Esa cabina, junto a la de Cachiyuyo, son las últimas dos que siguen en pie, como testimonio vivo de que alguna vez existió la telefonía pública en el país.
***
Algo se veía venir. Ya había observado varios cambios tecnológicos dentro de su labor y la independencia que entregaban los celulares se hacía cada vez más popular. Tuvo un presentimiento de que su trabajo desaparecería pronto.
—Uno lo sabía. Algunos decían “se va a terminar”, otros decían “no se termina” y sí, po, se terminó. Todo se termina —dice Silvia González (71), ex telefonista de la Compañía de Teléfonos de Chile (CTC).
Oriunda de Curicó, es la séptima hija de un total de diez, salió del colegio a los 16 y sabía que no quería seguir estudiando, pero estaba segura de que quería trabajar.
—Tenía una amiga que trabajaba en la CTC. Me contaba que le entretenía y yo dije: “¡Ay, yo quiero trabajar en eso!” —dice Silvita, como le dicen de cariño.
Silvia lleva más de 50 años trabajando para Telefónica. Su melena completamente blanca y un flequillo que descansa sobre sus ojos dan señales de toda una vida dedicada a las telecomunicaciones. Fue telefonista, pasó por atención al cliente y ahora trabaja en Relaciones Institucionales para una empresa externa que tiene su espacio en la Torre Telefónica.
Hace frío y, mientras caminamos por Avenida Providencia para buscar un lugar donde comer, esconde sus manos en su parka negra y hunde su mentón en una bufanda del mismo color, intentando recuperar un poco de temperatura.
—Entré el año 72 de telefonista, nada menos que con Allende como presidente —recuerda Silvia—, y en Curicó debíamos conectar las llamadas locales. Era muy divertido, porque nos hacían un curso y hablábamos todas iguales. Levantabas el aparato y decías: “¿Número?”
Frente a ella había diariamente 35 pares de clavijas y un cuadro conmutador que, al encenderse una luz, significaba que el cliente había levantado el teléfono en su casa. Uno, tres, siete, nueve. Esa era la cantidad de teléfonos que existían en Curicó. El teléfono de su casa era el 1056.
—Uno generalmente sabía a qué familia pertenecía —habla Silvia de forma cómplice, resguardada detrás del anonimato que le otorgaba estar entre mujeres que entonaban un mismo timbre de voz—. Aún me acuerdo de casi todas las chiquillas —dice, mientras pincha con poco apetito las papas fritas que nos acaban de servir.
Se ríe al recordar las conversaciones de pololeo que podía escuchar bajo el término “supervisión”. Era tan simple como deslizar una llave para sumarse como tercer integrante incógnito a una conversación de dos.
No siempre era tan fácil. Después del golpe de Estado de 1973 recuerda que en una sala contigua solo estaba el marcaje a números importantes. El regimiento era el 443, pero si deslizabas la llave para escuchar la conversación, sonaba un tictac que delataba al intruso.
Ese 11 de septiembre llegó dos minutos atrasada al trabajo. En la puerta, esperaba un militar que les pedía el carnet a todas antes de entrar.
—A las doce me dijeron que me tenía que quedar hasta el otro día, así: “Tú, tú y tú, te quedas”. Tuve que avisar a mi casa que me habían elegido voluntariamente para quedarme —dice, entonando un énfasis sarcástico—. Era una cuestión que nadie pensó, po. No teníamos idea de lo que estaba pasando, había mucho tráfico de llamadas y de los puros nervios no dormimos nada.
Se llevaron a su jefa, una joven a la que aún guarda un espacio en sus recuerdos. Se pregunta por qué a ella y no a la mujer que hacía reuniones clandestinas y le ofreció un contrato de planta si firmaba por el Partido Socialista. Hasta el día de hoy agradece el consejo de su padre.
—Me decía: “Usted no firme nada, mijita, nunca firme nada. Si usted tiene que firmar para quedarse, usted se va no más” —dice Silvia.
En 1978 se mudó a la capital y entró a trabajar de operadora en San Martín 50, conectando llamadas de larga distancia en el 108. A mediados de los 90 sospechó que pronto el trabajo de telefonista quedaría obsoleto y se cambió al 107, la oficina comercial ubicada en el Portal Edwards.
Aún recuerda los saludos que recibía de desconocidos para año nuevo, las discusiones que se formaban para apurar a quienes tardaban mucho tiempo ocupando las cabinas y las confusión en las voces cuando las líneas se cruzaban.
—Era mejor antes, porque había una felicidad en encontrar a la persona del otro lado. Dejabas el recado y esperabas todo el día. Ahora sabes que marcas al celular y, si no encuentras a la persona, te va a llamar de vuelta —dice Silvia.
Un músico callejero toca en su guitarra el tango Por una cabeza de Carlos Gardel y todo parece querer llevarnos hacia otras épocas. Queda ese repiqueteo en nuestra mente que, con insistencia, nos intenta convencer de que todo tiempo pasado fue mejor.
***
Una simple llamada, que para la persona que levanta el teléfono requiere el único esfuerzo del habla, alguna vez implicó un proceso que se dió tras bambalinas como una obra orquestada por personajes que tenían sus roles claros.
Y mucho más allá de las oficinas, también nos sumerge a pensar en lo que descansa bajo tierra sin estar muerto. Al contrario, más viva que nunca, la telefonía viaja por extensos alambres instalados por obreros que los cablearon entre montañas y desiertos. Nada queda al azar y todos los esfuerzos valen la pena al momento de escuchar la voz de un ser querido del otro lado.
En los años 60 había 3,8 teléfonos por cada cien habitantes. El primer intento de masificación vino en 1967 cuando fueron puestos 39 teléfonos en barrios acomodados. Con la intervención del gobierno, que aspiró a que toda la población pudiera acceder al servicio, se inició tímidamente la instalación en almacenes o en Juntas de Vecinos. Pronto serían 553 los aparatos en las poblaciones de Santiago.
Para Juan Carlos Molina (65) la telefonía definitivamente está cruzada por la política y la historia. Su papá era sindicalista y creció con ese espíritu de abogar por lo social. Ingresó a los 17 a hacer su práctica en la CTC y nunca más se fue. Hoy lleva 48 años en la actual Telefónica Movistar y, cuando me acerco a su escritorio, levanta la vista de los papeles que ordena para invitarme a compartir sus recuerdos.
—Los viejos me miraban mal porque creían que les iba a quitar la pega. Luego cuando me conocieron me decían “mijito, usted estudie no más, nosotros nos encargamos”. Ellos cavaban durante cuatro horas y yo leía, luego subía a instalar los cables —dice Juan Carlos, quien inició su camino en la mantención de líneas y cables, con la instalación de postes.
Tose pesadamente y habla de cómo movilizaban los troncos de alerce entre ocho personas. Su cabellera es de un blanco profundo y se abre justo en medio, apuntando rígidamente hacia direcciones opuestas. Sonríe con los labios juntos cuando la conversación se torna inevitablemente hacia una herida en nuestra historia. En medio del golpe de Estado, decide inscribirse en la Izquierda Cristiana, y en los 80 ingresa a la Vicaría de la Solidaridad, donde redacta los testimonios de tortura que posteriormente ayudaron a constituir el Informe Rettig.
—Asumí como dirigente sindical el 84 porque Raúl Silva Henríquez me dijo: “¿Y tú qué estás esperando para ser dirigente?”. Me postulé y quedé, en una época donde a todos les daba miedo serlo —dice Juan Carlos, quien asumió como líder del Sindicato Nacional Telefónico (SINATE) y dos años más tarde presentó una demanda contra Pinochet por la privatización ilegal de la CTC—. Luego de negarse a deponer la causa, fue relegado a Parral.
Para él, su mayor militancia es Cristo, por eso, desde el 2003 creó Joven Levántate, una residencia de rehabilitación contra el consumo de alcohol y drogas, para jóvenes y adultos de la población La Legua.
El rostro de Juan Carlos está marcado por manchas blancas de vitiligo que se reparten por su frente, patilla y mentón. Para él, la telefonía pública lo cambió todo y es protagonista de nuestra historia. Asegura también, que fue el intento del gobierno popular por masificar este servicio a través de la nacionalización de la ITT (International Telephone & Telegraph), lo que lo empujó hacia su precipitado final.
—Vivía en el 17 de la Gran Avenida y frente a mi casa yo veía cuerpos tirados. Cuerpos que los milicos mataban en la noche y pasaban recogiendo en un camión a la mañana siguiente. Eso no podía quedarse así —dice Juan Carlos con impotencia—. Yo decía: “Mami, están matando, desapareciendo gente y nadie hace nada”.
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El chillido de los loros es ensordecedor. Cientos de aves vuelan en círculos por encima de la carretera, planean sobre el pueblo y se vuelven a posar en los cables. A diferencia de la gente de Cachiyuyo, los loros tricahue no quieren tranquilidad. Cansados de pasar desapercibidos, gritan con un escándalo estruendoso para llamar la atención, para ser vistos.
Un viaje de hora y media en el asiento 26 de un bus con destino a Vallenar me dejó en medio de la Panamericana Norte. Rubén Cubillo (81) dice que, cuando me vio entrar a pie desde la carretera, comentó: “Mire, llegaron visitas al pueblo”. Un verdadero acontecimiento.
En la entrada, un cartel da la bienvenida a la localidad de “220 amigos” en diez idiomas distintos y declara: “Bienvenidos a Cachiyuyo, el pueblo de la maestra Clarisa Peredo”. Pero, en realidad, los habitantes son 177 y el número va a la baja. Hasta los propios cachiyuyanos lo reconocen como un lugar de paso, que como mayor atractivo turístico ha tenido y siempre tendrá la última cabina de teléfono público que queda en pie en el país.
La misma de un techo amarillo vibrante que resalta contra el paisaje polvoriento que muestra el comercial de 1989 de la CTC. “De Cachiyuyo pue”, dice don Raimundo, que saca una libreta de su bolsillo y, desde un pequeño y desconocido pueblo del norte de Chile, marca el teléfono que le entrega la posibilidad de conectarse con cualquier otro rincón del país.
—Yo estuve apunto de salir en el comercial y ser don Raimundo —dice Rubén Cubillo y deja descansando su muleta contra su pierna derecha—. Prepararon a la gente para ver quién podía hacerlo mejor y en menos tiempo. Don Raimundo no era de Cachiyuyo, era de Freirina y quedó, nos ganó a todos —se ríe, recordando aquello que pudo haber sido.
Nacido y criado en el pueblo, asegura que se quedará “hasta que Dios diga ‘hasta aquí no más’”. Cuenta que la Ford 51 que aparece en el comercial era de un pariente de él y la arrendaron para la ocasión.
—Grabaron una semana y pagaban $50.000 por día —dice Rubén, considerando una época donde el sueldo mínimo no superaba los $15.500— fue muy importante el teléfono para nosotros, porque antes de eso no teníamos comunicación.
Remarca la importancia de la profesora Clarisa Peredo y trae de vuelta los apellidos de familias que la maestra se encargó de ir a buscar a la precordillera para llevar a Cachiyuyo y entregarles educación.
—En el comercial sale la señorita Clarisa de la mano de un niño, la señora Ana Rojas y un viejito, Alamiro Godoy. Y yo iba a ser don Raimundo pero… —Rubén se queda pensativo y luego cuenta que en un viaje a Linares, su amigo le dijo a la operadora telefónica que Rubén era efectivamente el protagonista del comercial y ella, emocionada, le pidió un autógrafo.
La casa de Rubén es de un verde menta que resalta entre los tonos cálidos del norte chico. En el centro de su mesa hay una frutera vacía y, en la pared, un póster del plantel de Colo-Colo 2009, frente a la foto de Felipe Camiroaga.
—¿Usted me va a creer que por acá pasó Pato Yáñez? y dejó su tarjeta ahí, en la caseta —dice orgulloso Rubén.
Florinda Flores (58) es parte de esas tantas familias que la maestra trajo al pueblo. Desde hace 32 años sigue el mismo camino que Clarisa y dirige el Jardín Infantil de Cachiyuyo, haciéndose cargo de los únicos dos niños que tiene el lugar. En el colegio, que llega tan solo hasta sexto básico, hay cinco estudiantes.
—El otro día hicimos un acto para el Día del Carabinero y se veía tan poca gente —dice Florinda, quien también es secretaria de la Junta de Vecinos—. Muchos loros, pocos niños —remata.
Cree que no supieron aprovechar el auge de turistas que les trajo el comercial de la CTC, cuando buses llenos de escolares llegaban a visitar el lugar. Un tiempo trabajó como telefonista del pueblo y, junto a Clarisa, vendieron llaveros en una pequeña caseta al costado de la cabina pública. También vendían stickers que ponían: “Yo amo Cachiyuyo”.
—Ahora somos solo un recuerdo —dice Florinda—. Ya fue, a lo mejor más adelante el teléfono trae gente de nuevo, a lo mejor ahí tengamos más importancia.
* Esta crónica fue finalista de la primera versión del Premio Nuevas Plumas 2024.