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CONVERTIR LA MUERTE EN ORO: LOS MILAGROS DE 'SANTA EMILIA'

Una ola de diatribas y funas, un internet plagado de “pinches vulvas”, lives de Karla Sofía Gascón llorando. Pese a relucir como la película más nominada de la edición de los Oscar, Emilia Pérez (2024), se corona como la mayor perdedora de la ceremonia, obteniendo solo dos de las trece estatuillas en las que competía. De su éxito a la caída, el narco musical se transformó en la corroboración de una tesis: los europeos incurren en el más burdo racismo cuando dejan de mirarse alguna parte de su cuerpo y apuntan a este terruño llamado Latinoamérica.

x Rodrigo González y Tomás Mandiola

El exotismo dicta que somos un embutido de violencia, dictaduras, santería popular y narcotráfico. Y, para efectos del arte, dijo alguna vez la escritora y periodista, Beatriz Sarlo, el lugar propicio para representar una violencia que luego será analizada culturalmente por ellos, los europeos. No olvidemos que Ricardo Darín confesó en algún momento a la prensa que rechazaba los papeles de narco mexicano que la industria hollywoodense insistía en ofrecerle.

No es extraño entonces que Emilia Pérez colmara las redes sociales con una crítica feroz que desconfía de un celebratorio Hollywood. La heroína de Jacques Audiard interpela a una época, una mentalidad y un sentido común. Frente a un neoliberalismo que lo devora todo, la película funciona como un afrodisíaco capitalista, estimula no solo la heroización del individualismo, sino de su faceta más obscena y cruel: la épica endriaga, concepto inspirado en el trabajo de la ensayista Sayak Valencia en Capitalismo Gore (2010), donde utiliza el término ‘sujeto endriago’ para denominar a aquellas personas que, bajo las condiciones de empobrecimiento derivadas de este sistema, han hecho de la violencia una especialidad y una vía para legitimarse socialmente. Pero podemos extenderlo: las manos sucias no serán tan solo las de los sicarios, sino de cualquier persona que pueda llegar a actuar como mercenario con tal de obtener dinero o prestigio. Todo puede llegar a ser un medio para conseguir un fin, incluso la pinche vulva.

Emilia no solo se enriquece violentamente con el narco, sino que el filme reivindica su transición de género como una estrategia de impunidad. Esta se torna, , una vía sacrílega para encarnar en su totalidad el negociado de la muerte. Borrón y cuenta nueva. Peor aún, borrón y la misma cuenta: Emilia sacrifica selectivamente, no sacrifica su riqueza. La nueva administración de la muerte toma un nuevo rostro, uno amable, femenino, “¡ruuubia!” como exclama una fogosa Rita al burlarse de las esposas de los empresarios en la tan premiada canción “El Mal”. El pasado violento de Emilia será un punto ciego para los espectadores, que tan solo será referido anecdóticamente por algunos personajes.

Emilia Pérez evidencia el peligro que corre la dimensión creativa y emancipadora de la narrativas trans cuando son reducidas a épicas personales y autocomplacientes, que eluden la dimensión social de la violencia política trans-odiante. Tal y como se presenta en la película, la transición de género es la etapa de un negocio. La Emilia Pérez de Jacques Audiard podrá ser un mal chiste para varios, pero necesitamos preguntarnos cuáles son las implicancias de que en la actualidad la apoteosis del endriago sea festejada por la crítica en su aparente progresismo. Y la literatura moderna nos entrega un ejemplo paradigmático al respecto. En Frankenstein de Mary Shelley, una gran novela que se anticipó a los manuales de bioética, el científico protagonista paga carísima su osadía de desafiar los límites entre la vida y la muerte. En Emilia Pérez la misma empresa concluye con la protagonista santificada.

En términos narrativos podemos decir que Emilia Pérez es una trama de pinkwashing tan perfectamente neoliberal que inspira un rechazo en el que convergen las mentalidades más progresistas y conservadoras. Ya conocemos de sobra la ideología del self-made man norteamericano, del desclasamiento que exalta la meritocracia y el éxito individual, y también el deseo por excelencia de la imaginación cinematográfica reciente, que es la redención comenzando desde cero (La Sustancia). Podemos situar a Emilia Pérez en el cruce de ambas narrativas.

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En Emilia Pérez no hay un afuera de la mentalidad del endriago: tanto las pequeñas virtudes como los más ruines actos de los personajes responden al emprendimiento sin escrúpulos. No hay contrapesos morales de otros personajes, pues todos se relacionan con Emilia de manera acrítica, servil y cortesana. Si pensamos en La Sustancia, que compite en la misma categoría a mejor película en los Oscar, la empresa cumple aquel  rol de contrapeso moral, como un Pepe Grillo que advierte: “Recuerda que eres una”. 

En la cinta francesa la vía de redención será representada por la película como un nuevo y aún más lucrativo negocio. Este ya no consiste en matar y desaparecer, sino en extraer los cuerpos previamente plantados o abonados, como depósitos a plazo; los mismos que Emilia ha enterrado como narco, y que luego exhuma como filántropa para hacer del cadáver un producto, una mercancía.  

¿Qué desean las protagonistas, Emilia y Rita, además de enriquecerse? La película está saturada de un deseo mercantilista en el que el placer y la afirmación trans quedan fuera de campo. Poco se aborda justamente esta temática: pudiendo profundizar por ejemplo en la erótica lésbica o la violencia hacia las personas trans, la historia de transición se reduce al quirófano. Es más, el cuerpo y la sexualidad apenas interfieren en la vida de la protagonista. Ella se ve sanitizada y redimida por el amor maternal que la desborda. De narco a mater dolorosa, el cuerpo trans se difumina detrás de la niebla espesa del afecto familiar y hogareño que autoriza y hace tolerable su existencia como “una mujer mexicana, una mujer como las demás”.

Negocio redondo: Emilia se enriquece primero con sus crímenes y más tarde con su propia redención. En ese giro se desplaza el foco desde lo criminal a la trama de una mujer que “se hace (querer) a sí misma. Y atención aquí: varias veces a lo largo del filme, Emilia afirma que lo que busca es “ser querida”, idea que machaca el coro de una de las canciones de su coprotagonista Selena Gómez, que interpreta a Jessie, con un léxico de psicología pop: “quiero quererme a mí misma”. En esta línea, destaca un último y más perverso detalle: cuando Emilia se reúne con una de las madres cuyo hijo ha sido asesinado, comenta: “cuando la abracé, fue la primera vez que me amé a mí misma”. La otra y su dolor no importan, es Emilia quien se engrandece a sí misma por medio de sus acciones “humanitarias”. La motivación de los personajes, entonces, se fundamenta en el yoísmo neoliberal más cínico, en la aplicación vampírica de la doctrina del “amor propio”.

Es extraña la relación afectiva e ideológica con el espectador: ¿debe simpatizarnos Emilia? ¿debemos olvidar sus responsabilidades en el negocio de la muerte y quererla como sufrida heroína melodramática arrepentida de su pasado oscuro? ¿Se asemeja este padecimiento a la vergüenza arribista de Marimar o el slutshaming al que es sometida Julia Roberts en Pretty Woman? ¿Debemos admirar a Rita como una suerte de girl boss que logró dejar de ser la sombra de un abogado varón mediocre para serlo de una narco trans? ¿O solo debemos condenarla como cómplice del narco?

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De su éxito en premiaciones y en la crítica extranjera, donde incluso el aclamado director Guillermo del Toro la clasificó como “un gran acierto”, a su caída fue solo un par de pasos. En este caso, una serie de tuits xenofóbicos y machistas que llevaron a Karla Sofía Gascón, protagonista y la primera mujer trans nominada a mejor actriz, a ser relegada por Netflix de la promoción oficial. Un ambiente de crisis que también se extiende al contexto del auge de la extrema derecha en el mundo y del genocidio en Palestina, en el que llama la atención que el médico a cargo de la operación de Emilia es nada menos que un israelí al que traen desde Tel Aviv. Que de todos los lugares del mundo por los que pasea Rita cantando canciones sobre pijas y vaginas se elija este en particular es un gesto político importante. Así como el criminal narco limpia su imagen a partir de la épica trans, el israelí aparece en su faceta benigna como el agente que posibilita el cambio y la felicidad. Podemos considerar la muerte y santificación final de Emilia como lo que el escritor Joseph Campbell llama apoteosis del héroe: después de la aventura, este trasciende y se eleva a figura divina. Tal es el rol de la última secuencia que nos muestra una procesión que carga la estatua de una Emilia Pérez ya venerada no solo como personaje público sino como santa popular. ¿Cuál fue su milagro? Convertir la muerte en oro. 

La crítica favorable a la película levanta una pregunta: ¿es una caricatura o una sátira de los estereotipos mexicanos? Esto no está claramente intencionado. La caricatura supone que el espectador la reconoce como deliberadamente exagerada, inverosímil o estúpida. La película opta en su lugar por un enfoque trágico, melancólico y de responsabilidad social. No vale aducir caricatura para justificar una estereotipación involuntaria y no realmente marcada por un gesto crítico, ni estridente al punto de que podamos afirmar que es una parodia. Sirva de ejemplo uno de los momentos más delirantes de la película: es claro que la escena en que el hijo de Emilia le canta que huele a taco y guacamole busca conmover y no generar una caricatura sobre México o problematizar el estereotipo. El defecto está, nos parece, no en los espectadores, sino en la dirección de la película. Bajo el lente de su director francés, ¿cómo no adorarla si solo somos unos pobres y crédulos latinoamericanos, “hablantes de una lengua de pobres y migrantes”?

Emilia Pérez prometía ser una reivindicación de aquellos sujetos que están actualmente siendo amenazados por las políticas de Donald Trump: personas trans y mexicanas. Su premiación por la academia norteamericana nos invita a preguntarnos por el impacto cultural de esta película más allá de lo que puede ser leído conservadoramente como una estridencia identitaria. ¿Qué se premia cuando se premia a Emilia Pérez? Solo nos queda esperar que este no sea el incentivo de una tendencia cinematográfica que nos demuestre que cualquier comunidad oprimida, por más divergente que sea, pueda ser reducida a las formas narrativas dominantes e  instrumentalizada para sostener ideológicamente un capitalismo cada vez más voraz.