Extracto del libro 'Todo lo que tenías que hacer. Mujeres ayudistas en la dictadura de Pinochet':
EL JARDÍN CRECE, LAS FLORES FLORECEN
Una investigación logró un reencuentro improbable entre una mujer ariqueña y un joven estudiante uruguayo condenado a más de 500 días de cárcel en dictadura. Esta historia forma parte del libro ‘Todo lo que tenías que hacer. Mujeres ayudistas en la dictadura de Pinochet’, publicado por Alquimia Ediciones y escrito por nuestro editor general. Aquí, un extracto para conocer las múltiples tareas desplegadas por mujeres para proteger a perseguidos y perseguidas durante el régimen dictatorial.
x Tomás García Álvarez
Quería salir corriendo. Caminar sin descanso los veinte kilómetros que separaban la ciudad de la frontera con Perú. Se daba vueltas castigándose a sí mismo por no haber aprovechado la oportunidad. La ventana que le había dado la justicia una vez lo sacó de la penitenciaría. Pero entonces recordó las palabras de su madre escritas en su última carta. La preocupación porque fuera a cometer un arrebato que empeora las cosas para él.
“Quiero llegar a ti lo antes posible, para no que no salgas de ahí, piénsalo bien”, le había pedido.
Felipe estaba acabado. Derrotado, vuelto polvo. Quinientos cincuenta y un días de prisión dictó la Fiscalía y luego su expulsión definitiva. La indicación era clara: presentarse a las ocho de la mañana el 1 de septiembre, de lo contrario, lo irían a buscar.
Pero había un segundo plan. Una alternativa que barajaba el embajador Bianchi junto a Soledad. Sacarlo a escondidas y Felipe estaba más que de acuerdo. Convencido de irse, no quería ni necesitaba nada más.
Todo iniciaría con un salvoconducto y el giro de cien dólares a una cuenta en Western Union. Felipe usaría la identificación de Peter para retirarlos porque su pasaporte seguía retenido en la Fiscalía Militar. Cincuenta dólares serían destinados para pagarle a los contrabandistas que lo ayudarían a cruzar la frontera. El resto para sobrevivir fuera de Chile.
Aunque Bianchi sugirió ir a la calle a buscar un auto y convencerlo de hacer la tarea, Soledad creía que no era lo mejor. Convenció a Felipe de que la siguiera. Entendía quizás más que nadie qué había que hacer, cómo y con quién hablar. Y él se dio cuenta que Soledad sabía más de lo que decía saber, pero no hizo preguntas. La siguió hasta llegar a una casa de un colectivero que hacía ese tipo de trabajos. Cruzar personas o cosas clandestinamente, fondeadas en la maleta de su auto.
Era el viernes 29 de agosto de 1986. Solo quedaba el fin de semana para actuar, antes de que los militares o policías salieran a buscar a Felipe. Cada minuto valía. Su libertad estaba supeditada a una cuenta regresiva y el plan comenzó a rodar.
El contacto de Soledad estaba disponible para hacer la tarea. El acuerdo quedó hecho. Pero era imposible que Felipe saliera con él desde Arica. Si lo registraban la historia quedaba hasta allí. El viaje hacia la localidad de Molino debía hacerlo solo. Bajarse, caminar un par de kilómetros y esperar el juego de luces del auto. Le dijo que todo sería a las diez de la noche y Felipe lo anotó mentalmente.
Antes de salir, Soledad cuchicheó con el hombre algo que Pipo no logró entender. Pero no se inquietó. El dinero lo tenía en sus manos y confiaba en que el tipo cumpliría su parte del trato.
Ambos volvieron luego a la casa en el cerro La Cruz. Felipe ordenó las pocas cosas que tenía. Debía salir esa misma tarde hacia Bolivia. No delató sentimiento alguno, pero Soledad sabía que tenía miedo. Lo olía.
Días antes le había preguntado sobre partir solo, cuando supieran de la sentencia, o hacerlo junto a su polola. Pero él creía que esa fuga, para no arriesgar a nadie, tenía que vivirla por su cuenta. Ella se queda, le dijo o algo así.
Soledad lo miró detenidamente. Quería transmitirle a través de sus ojos el dolor de verlo partir, la culpa que no se esfumaba incluso ayudándolo a escapar. Pero se contuvo. Sonrío para mostrarle seguridad y le recordó el plan con detalle. El mercado. El ómnibus que debía tomar. Los metros hasta llegar al cruce, aunque no tuviera absoluta certeza de cuántos eran. Un abrigo para sortear la noche oscura y fría que en la pampa era doblemente más dura que en el cerro.
Peter, en cambio, lo abrazó y palpó su espalda larga y gruesa. Le dijo compañero y elucubró la posibilidad de volver a verlo algún día, pero esa no era de ningún modo una prioridad. Tenía que salir, volver a su país. Todos allí pensaban lo mismo. Se concentraron como si la energía colectiva hubiera servido para recargar a Felipe.
–Gracias por todo –les devolvió él con la voz contenida, pero agrietada. No volverían a saber de él.
***
Al ver los focos encenderse, Felipe corre medio agachado hasta subirse a la parte trasera de la camioneta. Es una caja cerrada llena de atados de ropa capaz de esconder a cualquiera. Dos hombres serán sus guías, quienes le dirán qué hacer cuando llegue al segundo retén militar y luego al tercero.
La camioneta avanza sigilosa por un camino secundario, cerciorándose de los vigías nocturnos que detectan movimientos extraños en su territorio, aunque el trasnoche se vea interrumpido en ocasiones por párpados traicioneros y hambrientos de sueño.
Uno de los hombres camina frente a la camioneta indicándole la ruta al conductor que, impedido de ver por la oscuridad, pisa suave el acelerador. Así como intentando de que el vehículo no se vea, que gatee a ras de piso para pasar desapercibido.
A varios kilómetros de allí, mientras la adrenalina baña el cuerpo de Felipe, Soledad está tendida en su cama. Se mueve inquieta de un lado al otro, desordenando las frazadas. No deja de pensar en él. Si Felipe tendrá frío o el plan estará saliendo bien. Si ya estará en la frontera o si aún queda camino para que eso ocurra. Mira el reloj, recién son las doce. Falta, todavía falta, se dice así misma y aprieta los ojos hasta cansarse.
Portada del libro 'Todo lo que tenías que hacer. Mujeres ayudistas en la dictadura de Pinochet', de Tomás García Álvarez.