Desde el suicidio de su hijo, Marcela Guevara no dejó de repetir que el colegio en el que estudiaba tenía responsabilidad en su decisión final. La justicia falló a su favor hace un par de semanas: pudo acreditar las negligencias del establecimiento en la muerte de José Matías De La Fuente Guevara, marcando un significativo precedente en contra de la violencia escolar. Esta es la historia de quien transformó su dolor en un activismo apasionado. Desde el Norte Grande, Marcela acompaña a otras familias, teje memoria y pelea por sacar adelante la Ley José Matías, que busca regular la convivencia en los establecimientos y proteger a las infancias y juventudes LGBTIQ+ en Chile.
x Christopher Jerez Pinto
El 8 de septiembre, Marcela Guevara (45) recibió una llamada que esperó durante años. “La jueza dio la sentencia, Marcela”, le dijo su abogado. Cinco años duró la batalla judicial contra el colegio de José Matías (15), su hijo que se quitó la vida tras sufrir acoso y abandono institucional. Al escuchar que el tribunal había acreditado las negligencias del establecimiento al incumplir normativas y no involucrarla como apoderada en la resolución del conflicto, Marcela rompió en llanto. “Sentí mucho dolor. Fue recordar todo y darme cuenta de que José podría estar conmigo todavía. Tener la razón no me da una ventaja. Solo prueba que nunca debió pasar por eso”, recuerda.
Esa noche bajó a la calle, a los pies del edificio en el que vive, donde José Matías cayó luego de lanzarse al vacío. Respiró profundo y, en silencio, le habló: “José, lo logramos. Tu honor y tu dignidad están donde siempre debieron estar”. El fallo fue más que un hito judicial para ella: fue la validación pública de una lucha que comenzó el mismo día en que perdió a su hijo y decidió no callar.
Su caso no es aislado. Según la Superintendencia de Educación, casi siete de cada diez denuncias anuales en los colegios están relacionadas con la convivencia escolar. El tema se ha vuelto una verdadera urgencia para las comunidades educativas, especialmente por el aumento de fenómenos específicos como la discriminación, cuyos casos reportados crecieron un 67% en apenas dos años.
Menos de 24 horas habían pasado desde el suicidio de su hijo cuando Marcela, sin despegar las manos del ataúd en el que estaba José Matías, escuchó el reclamo de uno de sus amigos: “Tía, ¿usted no va a hacer nada? (…) Aquí está mi amigo, así lo dejaron, después de todo lo que le hicieron”. La alocución quedó anclada en su cabeza y resuena hasta el día de hoy. De a poco fue comprendiendo la realidad que vivía José Matías en el Sagrado Corazón de Copiapó: el bullying, el aislamiento, la violencia física y la invalidación de su identidad. Ella nunca lo sospechó. Pese a la existencia de protocolos ante estos casos, el establecimiento no la alertó, dejando a su hijo vivir su dolor en silencio.
Marcela ha cruzado el duelo con un comprometido activismo que le permite mantener viva la memoria de José.
“Esta no puede ser una muerte más, porque es una muerte injusta y las injusticias no pueden quedar así no más”, se repite, mirando hacia lo alto como si allí encontrara el aliento que la sostiene.
Esa fuerza convive con una personalidad chispeante. El humor lo tiene a flor de piel, es capaz de reírse de sí misma y de contagiar a otros con su energía. Para presentarse cuenta que nació de pies, que es zurda y tiene dislexia, rasgos que, dice, la hicieron sentirse distinta desde siempre, algo que hoy agradece.
Solo cinco días después de la muerte de su hijo, Marcela, junto a sus cercanos y sin experiencia previa, organizó una manifestación en la Plaza de Copiapó que reunió a cientos de personas para denunciar la discriminación y el abandono de un sistema que, dice, no protege a las infancias.
La jornada terminó con una velatón a las afueras del colegio de José Matías, donde Marcela le prometió a su hijo que todos conocerían su historia y comprenderían por qué nunca debieron hacerle daño. Cuando habla de esa noche, se emociona y seca sus lágrimas con un pequeño pañuelo blanco; pero eso no detiene su relato. La voz solo le tiembla por un instante antes de retomar.
Su determinación no nació ese día. Años antes, cuando estaba embarazada de José Matías, Marcela ya había aprendido a levantarse: venía de una relación de dos años y medio marcada por el maltrato físico y psicológico. “Nos sometemos porque sentimos tanto amor que perdonamos lo imperdonable”, reflexiona. Esa experiencia, que la obligó a recomponer su vida y a criar a sus hijos en solitario, le enseñó a no depender de nadie: “Soy dueña y señora de todo lo que yo quiero”, dice con calma y orgullo. La promesa que hizo a su hijo esa noche tenía el peso de toda su historia.
“Soy muy llevada a mis ideas, a veces obstinada. Debe ser porque soy Leo”, dice entre risas sobre su temperamento. Le cuesta quedarse quieta; asegura que tiene “energía excesiva en la cabeza para hacer cosas” y que pocas veces se detiene.
Aunque José Matías ya no está físicamente con Marcela, el amor que le correspondía encontró a otras personas. “Yo solo soy la mensajera, el mensaje es José”, dice. Luego de la partida de su hijo, comenzó a recibir mensajes de auxilio. Al principio eran cientos al día. En varios de ellos, distintas personas le compartían sus historias de acoso o soledad en el entorno escolar. Algunos incluso aludían al mismo colegio. “Me di cuenta de que no era un caso aislado. Había muchas personas heridas por el sistema. Y yo podía hacer algo”.
Sin planearlo, comenzó a acompañar. A leer con detención. A no dejar mensajes sin responder. A contener a quienes lo necesitaban. Durante la pandemia, recuerda largas noches hablando con jóvenes que no querían seguir viviendo. “Yo decía: ¿qué puedo hacer desde el otro lado del teléfono? Pero seguía ahí. Y cuando al día siguiente volvían a escribirme, sentía un alivio real”. En algunos casos el dolor fue inevitable. Ocurrió con Aníbal, un adolescente que seguía su causa y que, tras escribirle agotado de la violencia que prolifera en las redes sociales, se quitó la vida. La madre del joven fue quien le avisó. “Sentí que perdía a alguien cercano, alguien que solo necesitaba compañía”.
Su mirada probablemente está atravesada por su oficio: es educadora de párvulos y directora de un jardín infantil, especializada en psicología infantil. Es una convencida de que el amor y el buen trato son fundamentales en la educación, y ese es el sello que ha impreso en el establecimiento que lidera. Cree que las educadoras son “constructoras de personas” y que los buenos recuerdos de la infancia pueden marcar a alguien para toda la vida.
Marcela también se ha convertido en una tejedora de memorias. Cuando sabe de un caso de suicidio por discriminación, busca sus fotos aunque no conozca a la persona. Se informa y comparte su historia.
“Hay niños que mueren en pueblos olvidados, donde nadie les deja una flor. Yo no puedo permitir que queden en el olvido”, dice.
Y agrega: “Yo ya no puedo cuidar a mi hijo, entonces voy a tratar de cuidarlos a todos. Porque entre ellos puede haber uno que luego ya no esté, y yo me voy a enterar, y voy a sentir ese peso”.
Uno de los casos que más la marcó fue el de Jonathan, un niño de Pica, un pueblito cercano a Iquique, que se quitó la vida tras años de agresiones por ser gay. Su madre lo enterró y luego se fue junto al hermano que lo golpeaba. “Me dolió pensar que nadie iba a recordarlo, que nadie iba a visitar su tumba. Yo no podía dejarlo ahí, solo. Conté su historia, la compartí, y muchas personas le mandaron ese amor que le faltó en vida. Para su descanso”.–
“Cuando falleció José me metí en un túnel que no sabía que conectaba para tantos lados”, cuenta Marcela, mientras se envuelve en una gran bufanda gris sobre un chaleco blanco y acomoda su pelo suelto como si tuviera un gesto aprendido.
Siempre con la convicción de que lo que le pasó a su hijo no podía repetirse, surgió la idea de una ley, camino que ha recorrido junto a la diputada Daniela Cicardini (PS). También con apoyo de su abogado, comenzaron a reunir antecedentes que demostraban las fallas del sistema y presentaron una iniciativa que apunta a lo mismo que su triunfo judicial: “Una ley que obligue a los colegios a cumplir las normativas es urgente”, explica.
El colegio donde estudiaba José Matías no tenía ninguna sanción formal en sus 75 años de historia, pese a decenas antecedentes de maltratos que solo salieron a la luz después del suicidio del joven. Marcela no demoró en actuar: junto con demandarlos, sacó a sus hijas de ese colegio y de paso interpeló el rol del Estado en estos casos. “La autoridad nunca fue a ver si el colegio estaba haciendo lo que correspondía. Nunca fiscalizaron. Nunca les importó”, reclama mientras su voz se vuelve firme, casi cortante.
“En los colegios no te dicen nada, tapan todo. Evitan a toda costa que el apoderado llegue a la Superintendencia”, acusa. Por lo mismo, además de impulsar la Ley José Matías, Marcela ha asumido un rol activo como guía para otras familias: explica cómo y dónde denunciar, cómo avanzar por la vía formal. “Está lleno de gente haciendo funas en redes, cuando lo que corresponde es otra cosa. Hay que mostrarle el camino a la gente. Eso es lo que hago. Hay que educar para no tener que enterrar más niños. Y espero que el Senado permita tramitar el proyecto”.
Su compromiso la ha llevado a dialogar incluso con quienes piensan radicalmente distinto a ella. Recuerda que el año pasado fue duramente criticada por reunirse con el candidato presidencial de ultraderecha José Antonio Kast en su visita a Copiapó, pero lo asume como parte de su rol: “Quería decirle que su pensamiento está equivocado y que somos muchas personas luchando por estos derechos, y que algún día va a tener que doblegarse ante eso”. Marcela sabe que Kast podría convertirse en presidente y quería que supiera de su existencia y que no renunciará a sacar adelante la ley en memoria de su hijo.
Con el tiempo, ese rol que ha jugado también le ha traído alegrías. “He acompañado a muchos niños en su crecimiento: los que han empezado su transición, los que ya se titularon; hay algunos que me saludan por el Día de la Mamá (…) Me empecé a sentir súper útil, súper capaz de acompañar a personas, de entregarles esa palabra, ese gesto, eso que es chiquitito pero muy valioso”.