El cronista chileno Pedro Lemebel pisó Cuba como invitado de honor, en noviembre de 2006. La icónica Casa de Las Américas le dedicó una semana completa a su obra. Cubanas y cubanos lo escucharon recitar su Manifiesto y, entre presentaciones y adulaciones, el autor de Tengo miedo torero buscó el mar y el cielo de la isla para saber si es que allí podía (o no) ser libre. A diez años de su muerte, esta crónica rescata su viaje por La Habana, uno sobre el que Lemebel, a diferencia de como hizo con Quito, Guadalajara y Buenos Aires, nunca escribió.
x Andrés López Awad
«La posibilidad de ser feliz también existe».
Camila Sosa Villada
Ocurrió uno de esos días en que tu voz estaba por prenderse fuego en la ciudad de La Habana. ¿Te acuerdas, Pedro? El calor del salón te abrazaba demasiado insistente debajo de tus impecables ropas negras. Estabas nervioso. Habías esperado tanto ese viaje que parecía un sueño, a pesar de que la incertidumbre perseguía tus convicciones. Para ti, Cuba era un espejo y una sed. ¿Cuántas imágenes cruzaron tu mente antes de que te decidieras a leer?
Quizás imaginaste a Fidel en su palacio de barbas y machos, y pensaste cuánto te habría odiado. Por qué este marica disfrazado de poeta viene a aleccionarnos sobre cómo debemos vivir nuestra Revolución. Tal vez creíste que ellos estaban más inquietos que tú. Es cierto que los cubanos te presentaron como “un autor que nos ha enseñado a leer con otros ojos”, pero también notaste que la prensa había guardado silencio respecto a tu visita, ese noviembre del 2006. Una Semana del Autor, ese homenaje a los grandes creadores de las letras iberoamericanas, dedicada a la loca de Lemebel podía ser un escándalo. Incluso en los dos mil, se miraba con odiosidad y castigo a quienes nacieron con una alita rota.
Pero a ti nunca te molestó incomodar, Pedro. Te paraste frente al micrófono y asomaste la pluma afilada que escondías en tu boca. “Hablo por mi diferencia”, comenzaste leyendo y entonces la sala repleta contuvo el aliento. “Yo no voy a cambiar por el marxismo / que me rechazó tantas veces / no necesito cambiar / soy más subversivo que usted / no voy a cambiar solamente / porque los pobres y los ricos / a otro perro con ese hueso / tampoco porque el capitalismo es injusto / en Nueva York los maricas se besan en la calle / pero esa parte se la dejo a usted / que tanto le interesa / que la revolución no se pudra del todo / a usted le doy este mensaje”.
Cuando terminaste, un aplauso cerrado inundó el auditorio Manuel Galich, en la Casa de las Américas, el “Casa”.
—Ahora me aplauden—les respondiste, con esa ironía tierna y feroz que era tu sello.
Todos rieron. Rompiste el hielo incómodo de la vigilancia disfrazada de compañía que sentiste desde que aterrizaste. Estabas consciente del papel que tenía tu presencia: una pequeña y simbólica contribución al debate en la isla. Sonreíste aliviado.
Sin miedo, volviste a leer tu Manifiesto.
Ese primer día, te bajaste del avión con la mezcla de ansiedad y decisión que usabas como armadura. Timbraron tu visa y la de tu pequeña comitiva. Jovana Skarmeta, tu agente literaria, y Verónica Qüense, que estaba grabando un documental sobre ti, llamado Corazón en fuga. Eran unos papeles sueltos. Un sello cubano en el pasaporte podía ser sinónimo de puertas cerradas para otros países.
“Por aquí ustedes”, les dijeron en Policía Internacional. Pasaron a un salón exclusivo del aeropuerto José Martí que se caía a pedazos, fiel reflejo de una ciudad económicamente pausada. Les ofrecieron aperitivos, bebidas, champaña. Ni siquiera tuvieron que preocuparse por su equipaje. “Desde el primer momento nos hicieron sentir que éramos invitados VIP de la Revolución”, recuerda Skarmeta.
Jorge Fornet, tu anfitrión y director del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas, llegó puntual a recibirte, como si tu llegada fuera un suceso de Estado. Te subieron a una van roja, y como un decorado teatral, La Habana se desplegó frente a tus ojos: muros desconchados, colores que se resistían a morir y gente, tanta gente, en medio de una belleza decadente que no se dejaba doblegar. Recordaste la primera vez que la visitaste, contrabandeado, allá por 1997, con las Yeguas del Apocalipsis durante la Bienal de Artes Visuales.
Esta vez fue distinto y te lo hicieron saber.
En la memoria titilante de Qüense está grabado hasta hoy que te trataron como un rockstar. De seguro también lo recuerdas, Pedro. Tu recibimiento ocurrió en el salón principal del “Casa” y fue Roberto Fernández Retamar, mítico poeta cubano, el encargado de darte la bienvenida. Allí te entregaron una copia de la edición cubana de Tengo miedo torero, que se presentó durante esa semana ante decenas de críticos de tu obra. En la portada, una bala con alas de mariposa amarilla posa intacta.
El dramaturgo cubano Norge Espinosa, uno de los tantos académicos que te rindió reverencia esos días, luego escribiría que tu novela “era el acto de desafío que, ya enfermo, nos estaba legando (…) agitando todos sus elementos, personajes y paisajes en la inquietud mayor que puede sentir y expresar el homosexual cuando decide entregarse, o mejor, sacrificarse, ante el sexo viril de una Revolución que, quizá como amante macho que prefiera cuidarse ante el qué dirán, acepta su ofrenda y su presencia solo hasta cierto límite”.
Me pregunto si mientras adulaban tu libro se te cruzó por la cabeza la historia del Che Guevara en Argelia, cuando en un rincón de la embajada roja encontró un título del escritor cubano Virgilio Piñera. Tan ofendido se sintió el comandante por la presencia invisible de “ese maricón”, que lo arrojó contra la pared. Lo irritado que estaría el Che, Pedro, escuchando tu taconeo por los salones del palacio cultural de su patria conquistada, donde las personas como tú estaban condenadas al silencio. Qué molesto estaría, sabiendo que a este maricón lo recibieron a la altura.
Algo en La Habana te inquietaba. Las sonrisas cuidadas, el protocolo asfixiante de la rutina. Jovana todavía se acuerda cuando llegaste a decirle a Fornet, medio en serio, medio en broma, “deja de hacerme trabajar, niña”. Necesitabas moverte. Desaparecer un par de horas entre la gente, sentarte en un café a mirar el vaivén de la calle, escuchar a los cubanos y tratar de observar por sobre las paredes oficiales. Una tarde te llevaron al malecón, esa frontera de piedra, donde el mar y la ciudad se abrazan. Vero quería grabar unas escenas para el documental. Se te ve caminando despacio, como tatuando cada detalle en tu memoria, con el aire salado en tu rostro y las olas rompiendo con la fuerza de un aplauso.
Te alojaron en la residencia del “Casa”, en un departamento del séptimo piso con vista al mar. Allí te recibió María, una señora cubana de edad que estuvo a cargo de las comidas diarias, acompañada de sus dos nietos. “Todo hubiese sido distinto si nos quedábamos en un hotel. Esto era algo más real, era una casa con todas las precariedades de Cuba”, dice Skarmeta. A ese hogar se sumaron algunos de los expertos en tu obra que viajaron a participar de esa semana. Fernando Blanco, desde Ohio; Jorge Ruffinelli, de Stanford; y Luis Cárcamo, de Harvard.
María ennegrecía sus manos de piel marchita, pelando los plátanos verdes que estaba por freír. Miraba una teleserie en una tele antigua, que parecía un acuario de luces rotas. Tú y Jovana nunca olvidaron esa imagen. Era una novela que en Chile ya habían dado hace unos diez años. Aquí, en cambio, era un estreno.
Habían poquitas cosas en Cuba y no tuvieron que contártelo. María le dejó claro a todos que el privilegio de la bolsita de té repetida era solo para ti. También viste a los niños a pata pelada corriendo por los adoquines de La Habana. A lo mejor recordaste las aguas grises del Zanjón de la Aguada, arrastrando alguna zapatilla perdida por su caudal cuando eras un niño. Le hacías tantas preguntas a la mujer, Pedro. “¿Y qué pasa si un día te da un accidente a la vesícula, María?”. Su respuesta serena sobre cómo la salud pública se haría cargo de ella era como un analgésico a la verdad incómoda de las paradojas de la Revolución.
Aun así, fueron lindos los momentos en ese departamento. Había algo en esa tierna intimidad forzada que te conmovió. Un día, Pedro, decidiste sorprenderla. Cuando María disponía la mesa para la cena, apareciste con unas bandejas de cóctel y las ofreciste a tus anfitriones. “Nunca los académicos son tan simpáticos”, te dijo. Antes de irte, le regalaste casi todo lo que traías en tu valija. Sabías que ella y sus nietos lo necesitaban más que tú.
Cumpliste cincuenta y cuatro años en La Habana. Te llevaron al Hotel Nacional, con mojitos y risas que flotaron en el aire como globos. Y cerca de las dos de la tarde algo se robó tu atención. Un turista italiano, mayor, se dirigía al ascensor con una chica que no debía tener más de trece años, vestida de una adultez que no le pertenecía. Saltaba a la vista en todos lados: La necesidad convertía a las niñas en mercancía del turismo. “Viejo cochino”, dijiste entre dientes, mientras ella desaparecía detrás de las puertas metálicas. Fue un segundo, pero bastó para atravesarte y grabar esa escena en tu memoria.
Esa semana escuchaste desde la última fila del salón cómo decenas de críticos expertos le daban reverencia a tu trabajo, entre aplausos y halagos. Incluso, el embajador Jaime Tohá organizó una recepción en tu nombre. Fernando Blanco, un académico muy cercano a ti y que tardó dos días en llegar desde Estados Unidos para estar presente, dice que “Pedro sabía lo que significaba su presencia en Cuba y entendía el valor que implicaba la intervención que hizo. Y creo que se la pensó como una gran performance. Tenía esa consciencia de irrumpir en la historia como un cuerpo presente”.
Recientemente, Jovana Skarmeta publicó tu biografía —junto al escritor Marcelo Simonetti— llamada Tu voz existe. En ella, cuenta que Jorge Fornet, que fue como tu sombra esa semana, le dijo que “nadie quedó indemne ante la experiencia de verlo en vivo. De algún modo, nos hizo a todos —incluso a quienes disfrutamos las ventajas de la heteronormatividad— un poco más libres”.
La última noche te llevaron a cenar a un restaurante en La Habana vieja. La mesa era enorme, deben haber sido unas quince o veinte personas. Esa noche tomaste de más, Pedro, era tu forma de apaciguar la ansiedad del intenso desajuste que padecías hace un tiempo. Desinhibido, en medio de las conversaciones contenidas, desenfundaste un pito de marihuana como quien despliega una bandera en tierra enemiga. Ignoraste por completo el pánico que se apoderó de los demás. Blanco aún recuerda el instante en que la policía militar entró al lugar, alertada por el olor inconfundible. La tensión pudo escalar internacionalmente, pero unos billetes en manos hábiles evitaron que la velada terminara en desastre. Tú, en cambio, terminaste el porro tranquilo, como si el riesgo fuera solo una anécdota más que contar.
Cuando todo acabó, regresaron a la residencia y decidieron llevar la noche a la azotea del edificio. La cámara de Verónica capturó el instante en que tus pies te guiaron por las escaleras hasta la terraza. Parecía un lugar todavía sin reclamar por tus amables carceleros. Fue como si por fin hubieras encontrado un rincón en esa isla donde el aire no pesaba tanto. ¿Por qué nunca escribiste de ese viaje, Pedro? Sí lo hiciste con Buenos Aires, Guadalajara, Quito, entre otros tantos destinos en los que se escuchó tu voz. Jorge Fornet cree que a pesar de las contradicciones que enfrentaste, el 2006 en Cuba realmente fuiste feliz.
Y puede que sí, que mientras estabas arriba, junto a los ductos de aire, tus ojos se perdieron entre las luces de La Habana y te sentiste libre. Que te elevaste por el cielo rojo y que, por un momento, pudiste volar.